diciembre 24, 2007
Por René Balestra
"¡Qué importa que el sueño nos engañe, si es hermoso!"
Anatole France
En cualquier orden de la vida, pedir la luna es pedir un imposible. La frase atraviesa los siglos y continúa vigente pese a que en nuestro tiempo el hombre ha impreso su planta sobre la superficie lunar y millones hemos sido testigos del hecho por medio de las pantallas de televisión.
El refrán sigue vivo porque describe la desmesura, la desproporción, entre los anhelos y la porfiada realidad. De ninguna manera significa negar la necesidad de soñar. La humanidad no hubiera salido de las cavernas sin esa capacidad.
Otro adagio sentencia: "Los sueños suelen convertirse en realidad, pero para eso es necesario soñar". La primera y principal advertencia consiste en distinguir el ideal de la ilusión. El primero está dentro del marco de lo posible; el segundo, de lo irreal. Encarnados, la diferencia entre el idealista y el iluso es abismal.
Pero todas estas consideraciones, que pueden tener aplicación en cualquier ámbito, estarán, en este escrito, dirigidas al mundo político. Al mundo político general, pero preferentemente al argentino. Y aquí sí, como lo explicó admirablemente Alfonso Reyes en una página sobre el mundo y la cultura griega, lo que siempre es drama suele devenir en tragedia.
La política es absolutamente insoslayable. Somos humanos gracias a ella. La política continuará hasta el final de los siglos siendo la "polis", es decir, el conjunto, el círculo que nos rodea, que nos ampara y que nos prohíja. La familia es la primera y primordial. Ella nos transmite el repertorio de lo específicamente humano: el lenguaje, las habilidades, los conocimientos que conforman el capital cultural que nos individualiza. Lo genético es lo zoológico. Lo que tenemos en común con las otras especies animales que pueblan el planeta. Lo político es lo social; lo específico de nuestra condición.
Pero cada ejemplar es único, exclusivo, irrepetible. Nunca más los infinitos hilos de la vida se cruzarán en ese centro impar que es cada yo. Y porque esto es así y lo seguirá siendo, cada uno de nosotros tiene que acometer la tarea de vivir la propia vida y edificar una existencia individual. Este es el nudo gordiano de la política. Cada uno tiene forzosamente una visión particular y eso genera conflicto. Imaginar un mundo humano sin conflictos es -por ejemplo- pedir la luna.
El siglo XX padeció y el XXI sigue padeciendo una raza de gobernantes chacales que piden la luna de una sociedad irreal: la de una comunidad uniforme, sujeta a los caprichos de la personal imaginación perversa del mandón.
Es una paradoja, pero es mucho más que eso: la historia universal y la historia argentina han estado y continúan estando repletas de personajes que pedían y piden la luna. Imaginan un ser humano y una sociedad imposible.
La parábola griega del lecho de Procusto sigue teniendo espantosa actualidad. Existe en sus cabezas un molde imaginario de realidad social que no se corresponde con la verdad porfiada. No importa. Viven estirando o cortando el cuerpo para acomodarlo al lecho del esquema. Encienden, con la promesa de la luna, la desmesurada ilusión de millones. Los enfervorizan; los drogan. Continúan manteniéndolos como masa. Deliberadamente impiden -hacen imposible- que se transformen en ciudadanía. Esto significaría que cada uno se pertenezca a sí mismo. Que sea el dueño de su propio destino. La luna, que en esto juega el papel de una esperanza de beatífico futuro, se transforma en seguro custodio de un pasado cadáver.
Los adoradores de la luna, habitantes perpetuos de la ensoñación, sienten un desgano constante, cuando no desprecio, por lo habitual. Es decir -y ésta es otra colosal paradoja-, por la realidad que supuestamente quieren mejorar. Las cooperadoras escolares, las bibliotecas populares, las sociedades vecinales, las cooperativas, las asociaciones de padres los dejan indiferentes.
Ellos están devorados por ideas abstractas, genéricas, vanas. La humanidad con mayúscula los arrebata; el nombre y el apellido del doliente de la vuelta de la esquina no les interesa. Todo lo que signifique mejorar, aunque sean centímetros de lo que los rodea, no los atrae. Les fascina lo remoto, lo desconocido, el mañana eternamente en fuga como la ola.
El hoy tiene el sabor insoportable del aburrimiento. El anacronismo de los que piden la luna, desgraciadamente, nunca es gratuito. Todo el siglo pasado y lo que va del nuestro ofrece ejemplos formidables de pagos costosísimos de facturas sin saldar en estas cuentas abiertas por la supuesta ingenuidad de estos crueles ilusos.
Los que piden la luna forman una raza. Una raza especial que atraviesa todos los genes, todas las pieles, todas las geografías, todos los idiomas.
Circunstancialmente se reúnen y se domicilian en ciertas y determinadas publicaciones. Son los implacables jueces de las sociedades libres en las cuales, desde luego, viven. Los niveles concretos de libertad, confort y dignidad para millones están, para ellos, plagados de defectos.
Nada es lo suficientemente bueno. Porque la luna sigue distante, los increíbles milagros laicos de Finlandia, Islandia, Irlanda, Noruega, Dinamarca, Holanda, Suecia, Australia, Nueva Zelanda, Canadá los dejan indiferentes.
Son quejosos perpetuos. No de los errores y de los horrores puntuales que siempre existen y existirán en cualquier sociedad humana, sino de esas sociedades como tales y como un todo.
No digamos de Inglaterra, de Francia, de Alemania, de España, de Portugal, de Italia, de Japón. Toda la fascinante tarea que la socialdemocracia y el socialcristianismo fueron capaces de plasmar para las inmensas mayorías no alcanza. Un nebuloso mundo iluso, jamás concretado, los está esperando y los seguirá esperando mientras vivan.
Hace más de medio siglo lo que legiones de mujeres y hombres comunes de nuestros días usufructúan cotidianamente hubiera sido catalogado de quimera. Para ellos, este inventario y ese balance no sirven. No cuenta y no se debe ni se puede tener en cuenta porque allá o acá millones en el mundo siguen con hambre.
Esto es verdad. Una verdad que rompe las ventanas de la realidad. Pero todo balance, lo saben los actuarios, tiene un debe y un haber. Para esta raza no llegará nunca el haber para las sociedades libres. Es seguro que -para ellos- seguirán deudoras, precisamente, por ser libres.
La demanda lunar es -para estos rencorosos ingratos- un mecanismo de fuga y de disfraz. Ellos repudian estas sociedades, visceralmente, por sus virtudes; no por sus defectos.
Importa demasiado clarificar el tema. Sobre todo en la Argentina de nuestros días, donde el oficialismo de turno y sus compañeros de ruta se manifiestan cotidianamente como adoradores del satélite.
El autor es director del Doctorado en Ciencia Política de la Universidad de Belgrano.
Los que piden la luna
Por René Balestra
"¡Qué importa que el sueño nos engañe, si es hermoso!"
Anatole France
En cualquier orden de la vida, pedir la luna es pedir un imposible. La frase atraviesa los siglos y continúa vigente pese a que en nuestro tiempo el hombre ha impreso su planta sobre la superficie lunar y millones hemos sido testigos del hecho por medio de las pantallas de televisión.
El refrán sigue vivo porque describe la desmesura, la desproporción, entre los anhelos y la porfiada realidad. De ninguna manera significa negar la necesidad de soñar. La humanidad no hubiera salido de las cavernas sin esa capacidad.
Otro adagio sentencia: "Los sueños suelen convertirse en realidad, pero para eso es necesario soñar". La primera y principal advertencia consiste en distinguir el ideal de la ilusión. El primero está dentro del marco de lo posible; el segundo, de lo irreal. Encarnados, la diferencia entre el idealista y el iluso es abismal.
Pero todas estas consideraciones, que pueden tener aplicación en cualquier ámbito, estarán, en este escrito, dirigidas al mundo político. Al mundo político general, pero preferentemente al argentino. Y aquí sí, como lo explicó admirablemente Alfonso Reyes en una página sobre el mundo y la cultura griega, lo que siempre es drama suele devenir en tragedia.
La política es absolutamente insoslayable. Somos humanos gracias a ella. La política continuará hasta el final de los siglos siendo la "polis", es decir, el conjunto, el círculo que nos rodea, que nos ampara y que nos prohíja. La familia es la primera y primordial. Ella nos transmite el repertorio de lo específicamente humano: el lenguaje, las habilidades, los conocimientos que conforman el capital cultural que nos individualiza. Lo genético es lo zoológico. Lo que tenemos en común con las otras especies animales que pueblan el planeta. Lo político es lo social; lo específico de nuestra condición.
Pero cada ejemplar es único, exclusivo, irrepetible. Nunca más los infinitos hilos de la vida se cruzarán en ese centro impar que es cada yo. Y porque esto es así y lo seguirá siendo, cada uno de nosotros tiene que acometer la tarea de vivir la propia vida y edificar una existencia individual. Este es el nudo gordiano de la política. Cada uno tiene forzosamente una visión particular y eso genera conflicto. Imaginar un mundo humano sin conflictos es -por ejemplo- pedir la luna.
El siglo XX padeció y el XXI sigue padeciendo una raza de gobernantes chacales que piden la luna de una sociedad irreal: la de una comunidad uniforme, sujeta a los caprichos de la personal imaginación perversa del mandón.
Es una paradoja, pero es mucho más que eso: la historia universal y la historia argentina han estado y continúan estando repletas de personajes que pedían y piden la luna. Imaginan un ser humano y una sociedad imposible.
La parábola griega del lecho de Procusto sigue teniendo espantosa actualidad. Existe en sus cabezas un molde imaginario de realidad social que no se corresponde con la verdad porfiada. No importa. Viven estirando o cortando el cuerpo para acomodarlo al lecho del esquema. Encienden, con la promesa de la luna, la desmesurada ilusión de millones. Los enfervorizan; los drogan. Continúan manteniéndolos como masa. Deliberadamente impiden -hacen imposible- que se transformen en ciudadanía. Esto significaría que cada uno se pertenezca a sí mismo. Que sea el dueño de su propio destino. La luna, que en esto juega el papel de una esperanza de beatífico futuro, se transforma en seguro custodio de un pasado cadáver.
Los adoradores de la luna, habitantes perpetuos de la ensoñación, sienten un desgano constante, cuando no desprecio, por lo habitual. Es decir -y ésta es otra colosal paradoja-, por la realidad que supuestamente quieren mejorar. Las cooperadoras escolares, las bibliotecas populares, las sociedades vecinales, las cooperativas, las asociaciones de padres los dejan indiferentes.
Ellos están devorados por ideas abstractas, genéricas, vanas. La humanidad con mayúscula los arrebata; el nombre y el apellido del doliente de la vuelta de la esquina no les interesa. Todo lo que signifique mejorar, aunque sean centímetros de lo que los rodea, no los atrae. Les fascina lo remoto, lo desconocido, el mañana eternamente en fuga como la ola.
El hoy tiene el sabor insoportable del aburrimiento. El anacronismo de los que piden la luna, desgraciadamente, nunca es gratuito. Todo el siglo pasado y lo que va del nuestro ofrece ejemplos formidables de pagos costosísimos de facturas sin saldar en estas cuentas abiertas por la supuesta ingenuidad de estos crueles ilusos.
Los que piden la luna forman una raza. Una raza especial que atraviesa todos los genes, todas las pieles, todas las geografías, todos los idiomas.
Circunstancialmente se reúnen y se domicilian en ciertas y determinadas publicaciones. Son los implacables jueces de las sociedades libres en las cuales, desde luego, viven. Los niveles concretos de libertad, confort y dignidad para millones están, para ellos, plagados de defectos.
Nada es lo suficientemente bueno. Porque la luna sigue distante, los increíbles milagros laicos de Finlandia, Islandia, Irlanda, Noruega, Dinamarca, Holanda, Suecia, Australia, Nueva Zelanda, Canadá los dejan indiferentes.
Son quejosos perpetuos. No de los errores y de los horrores puntuales que siempre existen y existirán en cualquier sociedad humana, sino de esas sociedades como tales y como un todo.
No digamos de Inglaterra, de Francia, de Alemania, de España, de Portugal, de Italia, de Japón. Toda la fascinante tarea que la socialdemocracia y el socialcristianismo fueron capaces de plasmar para las inmensas mayorías no alcanza. Un nebuloso mundo iluso, jamás concretado, los está esperando y los seguirá esperando mientras vivan.
Hace más de medio siglo lo que legiones de mujeres y hombres comunes de nuestros días usufructúan cotidianamente hubiera sido catalogado de quimera. Para ellos, este inventario y ese balance no sirven. No cuenta y no se debe ni se puede tener en cuenta porque allá o acá millones en el mundo siguen con hambre.
Esto es verdad. Una verdad que rompe las ventanas de la realidad. Pero todo balance, lo saben los actuarios, tiene un debe y un haber. Para esta raza no llegará nunca el haber para las sociedades libres. Es seguro que -para ellos- seguirán deudoras, precisamente, por ser libres.
La demanda lunar es -para estos rencorosos ingratos- un mecanismo de fuga y de disfraz. Ellos repudian estas sociedades, visceralmente, por sus virtudes; no por sus defectos.
Importa demasiado clarificar el tema. Sobre todo en la Argentina de nuestros días, donde el oficialismo de turno y sus compañeros de ruta se manifiestan cotidianamente como adoradores del satélite.
El autor es director del Doctorado en Ciencia Política de la Universidad de Belgrano.
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